Precios, ¿quién pone el límite?

El dilema de los precios está en la cotidianidad de la familia cubana. Lo mismo se escucha hablar del tema en la parada, en el centro de trabajo, en un hospital que en una funeraria. Es motivo de pesadillas y de dolores de cabeza, y no es para menos.

Meses atrás, intenté comprar una ristra de ajos. Cuando pregunté el precio me pareció exagerado. En ese entonces, estaba por los 400 pesos. ¡Ilusa, me dije que iba a esperar a que bajara un poquito, porque era demasiado! Ya anda por los mil y a estas alturas, creo que más nunca la compraré.

Poco duró la alegría provocada por el alza de los salarios. De un día para otro, los “señores precios” fueron imponiéndose hasta llegar a sextuplicarse. Para seguir con el ajo. La cabeza que podías alcanzar a cinco pesos, pasó a ocho, luego a diez… luego a 12, a 20 y hasta 25 pesos.

Como un ciclón el fenómeno irrumpió en la vida de la Isla, y aunque se avizoró que con el Ordenamiento se produciría un déficit de oferta, un incremento en los ingresos y aumento de los costos, la inflación ha crecido a pasos agigantados en un escenario donde la escasez está por todos lados. La añorada capacidad de compra que debía originar la reforma salarial está tan afectada, que, con nostalgia, muchos alegan que preferían los tiempos en que ganaban menos, y podían adquirir más productos.

Los segmentos de la población con menor poder adquisitivo, ni siquiera cuentan con el alivio de un mercado con precios topados, y hoy están entre los que reclaman con justeza la necesidad de que se repiense el asunto y que les sumen algunos otros cientos de pesos a sus bolsillos para poder acceder a los productos elementales.

Los vendedores han asimilado con rapidez el principio básico sobre la economía de mercado, pero no son capaces de poner en práctica que cuando un producto ha perdido calidad, debe bajársele el precio; por el contrario, lo mantienen intacto.

Hace poco, en un establecimiento, uno de los expendedores, alertó con brusquedad: “Uno a uno, que ya he cogido a dos robando, y han sido personas mayores”.  Le dije que a lo mejor no tenían dinero para pagar. Ante eso, respondió: Ese no es mi problema”.

Tanta insensibilidad me molestó y argumenté, para ver si le llegaba al corazón: “Muy bien pudiera ser un familiar suyo…”. Después pensé que quizás podría habilitarse en esos sitios un día específico para que las personas más vulnerables, conocidas en la comunidad, accedieran allí para comprar con costos mínimos los productos, que hasta llegan a echarse a perder porque no siempre tienen demanda.

Hoy, como sostienen muchos, el quid está en la ineludible y urgente necesidad de producir más, tanto productos agrícolas como industriales, de lo contrario, el deprimente mercado seguirá imponiendo sus normas y la ley de la oferta y la demanda marcará los derroteros.

La economía cubana no se encauzará de un día para otro. La aguda crisis mundial provocada por la covid-19, de la cual la nación no está ajena, así como el agravamiento del bloqueo y el incremento de las sanciones por el gobierno estadounidense, hacen más lenta y compleja la recuperación.

¿Quién pone entonces límite a los precios? Según algunos expertos, corresponde a los gobiernos locales ser más activos, observadores y controladores de esa situación en sus respectivos territorios.

En lo personal, he adoptado una decisión, en tanto, desde otras instancias llegue alguna medida que frene, aunque sea un poquito, esa tendencia: el límite me lo pongo yo. Si antes iba y compraba sin ser demasiado exigente en la calidad del producto, ahora lo soy en extremo. Aunque me duela, no como carne de cerdo y mucho menos me compro una ristra de ajos.

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