Entrar a cualquier red social durante esta semana es encontrarse con un sinfín de publicaciones de amigos, conocidos y personas con quienes alguna vez coincidimos, celebrando su graduación.
Cada año, julio no solo trae sus habituales memes, sino también ese título anhelado por tantos jóvenes al iniciar sus estudios universitarios.
Aquellos que observan desde lejos pasarán las fotos y videos, ya aburridos de tantos vestidos y trajes. Pero quienes han vivido, están por vivir o simplemente se alegran de ver que alguien cumple esta gran meta —ya sea un familiar, un amigo o incluso un desconocido— detendrán su recorrido para leer los textos de agradecimiento, ver los rostros sonrientes y percibir el deseo genuino de quien vive el sueño de tener una carrera universitaria -aunque quizás, el futuro le tenga otros planes-.
Dentro de la pantalla, en la cuadrícula que enmarca una foto, se vive un instante que, gracias a la cámara de nuestro teléfono, podrá ser revivido cuando se extrañe la época del estudio combinado con las fiestas, del esfuerzo y del “lo logré”. Un momento que jamás olvidará ese licenciado, médico o ingeniero.
Obtener un título universitario hoy, supone un sacrificio y un esfuerzo admirables, y unas ganas inmensas de luchar y perseguir lo que se ama, tan grandes como el mundo que se abre frente a ellos.
Cuando guardes ese título en la gaveta de la habitación o lo enmarques en un cuadro singular, recordarás a quienes quedaron en el camino, a los compañeros de cuarto, a los viajes en guagua a cualquier hora para llegar al sitio lejano donde viviste durante cuatro o cinco años, ese lugar que llamaste casa.
Con nostalgia no olvidarás a aquellos amigos que, obligados por la economía, pospusieron o abandonaron su sueño porque estudiar cuesta más que ojeras, poca agua y alimentación escasa.
Detrás de ese papel, que muchos no saben exactamente de qué está hecho pero sí lo que significa, hay una vida que los posts en Instagram no pueden mostrar: padres sacrificados y orgullosos, familias con esperanza de prosperar, profesores que aprendieron de cada alumno algo nuevo mientras ejercían su magisterio, y ese indestructible “nuevo yo” que nace.
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A partir de ese día, el graduado dejará la Casa de Altos Estudios donde aprendió su profesión y se convertirá en aprendiz de la vida laboral. Ser adulto costará: largas jornadas sin dormir, cansancio, ganas de tirar todo por la borda. Quizás la vida laboral sea un deja vú.
Pero el graduado sabrá que, pase lo que pase, ese es su sueño y el de nadie más. Como el día en que le asignaron la carrera, sabrá qué camino recorrer, adónde ir y dónde descansar; sabrá luchar con una meta cumplida o, si es necesario, buscar otras. Pero la universidad siempre estará en él.
Quien dice que un título es solo un papel no sabe lo que conlleva ser universitario: los amigos, las anécdotas y el empeño jamás podrán ser guardados en una gaveta.

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