Uno tras otro

La mañana pende entre el aire suave de un sol y la larga lista de quehaceres de fin de semana. Larga también es la cola del pan que inició desde las ocho en punto, más de 50 personas esperan como abejas para dirigirse al panal. Gente que jamás se ha visto la cara pretende socializar para matar el tiempo que gasta y que podría emplear en algo más. El bullicio es inevitable. Aquí hay más historias que en los libros.

En la entrada de la panadería yace alerta una señora. – ¡Compre su jabita para el pan! pregona incesante, mientras descansa en la silla que en las noches guarda en el mismo local. Quien acude a diario a la panadería, sabe que la anciana de unos 70 años, siempre está.

Jorobada y con canas, pero le compras una jaba por 10 pesos cubanos y te regala una sonrisa. No me atrevo a preguntar su nombre, perdería la magia del misterio de la vida que carga, le doy los buenos días y le compro una jaba.

 

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-¿Quién es el último?- Como es de costumbre en estas ya habituales rutinas, nadie responde. – ¡Caballero, ya es lo último que en una cola no haya último! El cubano siempre tan jaranero. El hombre, de unos 40 y tantos años, robusto pero pequeño, busca detrás de quien ponerse para hacer la compra, algo tarda pero halla al último. ¡Ay, la alegría del cubano al posicionarse en la cola!

Unas 20 mujeres, más de 30 hombres y algunos niños, porque las colas no discriminan ni en sexo, ni en raza, ni en edad. Encuentras gente callada, observadora, también gritona y conversadora.

En el límite de acera y calle parquea una motorina, un señor alto y delgado camina hacia el local ahora tan famoso. Lleva unas botas de campo, y una camisa y pantalón oscuros que ocultan el fango. ¿El último? Es la pregunta más recurrente y la que más importa en esos momentos. -Soy yo, le respondo-
Voy detrás de ti, me dice. Y como si de toda la vida me conociera, me hace conversación.

uno

-Niña esto no está fácil- Tiene amarrado al hombre un machete, que hombre más raro.
-Hace un rato estacioné mi moto para entrar a la farmacia y me robaron uno de mis machetes, la gente anda mal-. Me dice como si hubiera leído en mis ojos los pensamientos.
-Amarré este al hombre porque es con lo que yo trabajo- Se ríe, y el robo no parece dolerle.
-Déjame comprar pan que hoy casi no he gastado dinero- su tono es irónico, y le entiendo.
-¡Pero niña hace cuanto no te veo!- En las colas también hay reencuentros. Dirijo la mirada hacia la escena. Dos amigas se abrazan y la alegría les llena la cara.
-Sí, yo sigo trabajando donde mismo-
-Y que es de tu vida, y los niños?-
-Manuel se fue.
Y así continúan hablando en una cola que le será más amena.
-90 pesos una barra de pan, y suerte que hay pan- Escucho detrás mío una voz que se queja y a la vez agradece.
-Que rico está el pan hoy- Le dice un niño a otro que acaba de comprar. Montan cada uno su bici y se pierden a lo lejos.
-Dale niña que vas tú- Entre tanto cuento por escuchar, perdí el hilo de la cola.
-Ah sí señora, muchas gracias-
Los niños tenían razón, el pan hoy se nota mejor que días anteriores, recién acabado de salir del horno, calentito, su olor me inunda los orificios nasales.
-Écheme 4 barras- Me equivoco con las matemáticas y le pago de más, para mi sorpresa el dependiente rectifica y me devuelve.
-Hay que contar mejor- me dice riendo y no puedo ocultar mi pena.

Salgo de la panadería, con mis 4 barras envueltas en la jaba de la señora sin nombre, con más de 50 caras aprendidas, que quizás no volveré a ver más, con las interrupciones de estas personas grabadas en mi mente y pendiente a otra cola más de algún producto de mi lista de quehaceres.

(Por: Yadaina Ramos Alonso, estudiante de Periodismo)

 

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