Titico, y los niños que salvan

Titico ha crecido en el encierro y ha aprendido también a salvar. Foto: Andy Jorge Blanco/ Cubadebate.

Es como un remolino, que alborota cada lugar de la casa por donde anda. Tan chiquito y viene dejando huellas. La sala, por ejemplo, lo mismo se le antoja pista de carreras que zona constructiva, con bloques de juguetes que agrupa hasta formar un cuadrado gigante o una casa con su techo parteaguas. “No, tata, eso es un triángulo”, me dirá cuando aprenda a leer y compruebe la monumental tontería que he escrito: “Techo parteaguas”.

También le gusta convertir la sala en trinchera, donde nos “caemos a tiros” y él suelta carcajadas y gritos cada vez que lo descubro arrinconado, sosteniendo con sus enanas manos una pistola de juguete, cuyo sonido original él  y yo hemos tenido que sustituir, a falta de pilas, por el clásico “¡Ta-ta-ta-táaaa!”.

Un año atrás yo estaba vestido de verde en un hospital de La Habana, con casos sospechosos de COVID-19. Coincidió el tiempo de aislamiento con su cumpleaños y el remedio para solventar la distancia fue una videollamada, en la que él no dejó de contar los globos con los cuales le habían adornado la casa.

Mi hermano no tenía amiguitos para celebrar sus cuatro años, y eso me destrozaba. Él, en cambio, comenzaba a conformarse, más o menos, con la justificación de los adultos: “Hay coronavirus, no se puede, el año que viene”. Se reía al verme, pantalla mediante, con un gorro verde, mientras me disparaba con una pistolita de luces. La misma que, por cierto, este año se ha quedado sin voz… y sin luces. “El año que viene” tampoco ha sido este, pero hemos pretendido, ahora juntos, que sienta la felicidad en medio del encierro.

Hace unos días, cuando cumplió cinco, escribí: “Está tan feliz con su pastel, como le dice finamente al cake, que escapa a ratos de lo que ocurre más allá de la puerta de la casa. Canta, brinca, corretea por todo el pasillo, el pasillo que es su ciudad y su parque de diversiones desde hace un año y medio, cuando empezó la pesadilla pandémica”.

No ha salido de la casa. Muy poco. Menos desde que el rebrote se ensañó con Matanzas. Por eso, apenas le chiflo desde la puerta que da a la acera, prueba fuerzas para que lo deje asomar la cabecita a la calle. Por eso me sigue pidiendo un paseo en bicicleta y quizás, también por eso, los ojos le brillan tanto cuando le digo que pronto iremos a la playa. Un “pronto” que nadie sabe, pero que a él lo hace explotar de alegría.

Andry —o Titico, como le digo y ya le dicen muchos—, ha crecido en el encierro, y con el encierro pandémico ha aprendido. Conoce y dibuja las figuras geométricas, primero siguiendo los puntos, ahora a mano alzada. Ensaya nuevos trazos sobre un cuaderno y le encanta que le lean cuentos.

—Tata, ahora cuando yo me acueste, tú me lees ese del ratoncito –me dice con una erre inmejorable, limpia.

Se alborota con los aviones y avionetas. Hace unos días me dijo: “Todos los aviones van a hundirse en las nubes”. Los niños casi siempre quieren ser pilotos, aunque él dice que de grande será corredor de carrera, y lo dice –ya saben– con todas las erres.

Uno lo mira y quiere –pretensión de hermano– que la pandemia acabe, entre otras cosas, porque el mundo no es el mismo sin la risa de los niños, sin el remolino que dejan por donde pasan. Por ahora, desde casa, ellos también nos salvan.

(Tomado de Alma Mater)

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