Cuarenta años se cumplen de la muerte de Raúl Roa, quien «estuvo hasta el final como en sus retratos de joven, delgadito, vibrátil, vertical, sirviendo, sirviendo a su Cuba»
Yo no voy a recordar aquí, porque otros lo han hecho mejor de lo que pudiera hacerlo yo, al Roa luchador, que hizo de la «pluma en ristre» arma de batalla, el del habla vivaz, chisporroteante, ascua de la que salían, más que los matices del color, los del movimiento agilísimo, el que atacaba su tema por varios lados a la vez, con estrategia de guerrilla, el que se entraba por lo inesperado, tundiendo y aturdiendo con la carga de machete de su palabra. Yo no voy a recordar al «Canciller de la dignidad» que desde las entrañas mismas del monstruo nos defendió la isla, con todas las palabras como pedruscos que encontró a mano.
Yo voy a recordar al Roa delicado, el que quizá se conoce menos, el que incluso ignoran algunos que le admiran virtudes y defectos –porque hay defectos admirables– excusando con sonrisas de innecesaria indulgencia sus inesperadas «salidas», capaces de confundir a todo un cuerpo de traductores, como en las memorables sesiones de la Organización de Naciones Unidas (ONU), cuando su atropellado torrente verbal dejaba con las manos impotentes en alto a los que en la estrecha cabina se esforzaban por traducir a un idioma conocido el lenguaje de la centella y el fuego graneado. No, amigos, no hay que subrayar, pero tampoco ocultar, con gesto pudibundo, las entrañables «malas palabras» de Roa, tan distintas a las de otros. Hay hombres vulgares que nunca han dicho ninguna, y otros, esencialmente delicados, que las usan, más allá de su significado literal o su propósito de ofensa, como puras cargas explosivas, y siempre para defender al más débil.
Como otros ocultan, bajo un manto refinado, su bastedad esencial, Roa ocultaba, con raro pudor, su delicadeza. No la ostentaba, no se vestía con ella, que se le volvía, recatada, a los adentros, como esos parajes de más fino entramado que solo descubre el que se aleja de la carretera. A ese Roa había que adivinarlo, que sorprenderlo, cuando no estaba en guardia: se dejaba ver en un rápido gesto, en un juicio justo sobre un enemigo ya muerto con el que no fuera hidalgo gastar ya bizarrías, en un fulgor emocionado de los ojos que enseguida se volvían a su posición de combate.
La sensibilidad de Roa era como una antena en alto, era la de un vigía avizor: le recorría la flaca armazón, abría arriba, como la pucha estrellada de la palma.
Ella le anunció, en más de una ocasión, la presencia inminente de un peligro, o de una pena. Estas cosas, que hoy estudia la parasicología, las ha explicado siempre la posesión de una alta sensibilidad. Fue ella la que le hizo sentir un raro desasosiego, un deseo inmediato de comunicarse con su hijo, unas horas antes de que se intentase hacer explotar una bomba en su máquina situada frente a la Misión Cubana de la onu, la misma que le hizo sentir una ansiedad angustiosa, inexplicable, según él nos contara, a las mismas horas en que se estaba muriendo su fraterno Pablo por la causa del pueblo de España, muerte que lo dejó siempre huérfano, porque hay amistades destinadas, y así fue la que lo unió con Pablo y con Rubén Martínez Villena, el de los ojos de arrebatado fulgor. A esos chispazos de luz creció su alma.
Nada de lo que en ella se sembró, cayó en surco vano. Así las historias relampagueantes del abuelo mambí, el que fuera secretario y ayudante de Ignacio Agramonte, de Manuel Sanguily, de Máximo Gómez, el del desventurado lance con Martí, que encendió la malevolencia de Rafael Leónidas Trujillo, y que tanto afligió a Roa. Recuerdo cuánto lo alegró cuando Cintio Vitier y yo le llevamos una carta
inédita en que José Martí daba una visión favorable de Roa visitándolo, solícito y constante, en su cárcel de Santander, y cómo corrió a añadirla a su libro, ya en prensa, sobre su abuelo, que no fue por cierto el autor de la carta insolente, cuyo original aparece de puño y letra de Enrique Collazo, autor y firmante.
El estilo de Roa le venía de la sangre. No lo sacó de las infatigables lecturas, sino del chisporroteo de la luz cegadora del mediodía cubano. No se andaba en contemplaciones, pero su jugada fue siempre limpia, como el pelotazo de uno de sus «azules» del Almendares. Parecía que daba siete remolinos al brazo antes de tirar en línea recta sus andanadas de dicterios.
Al fondo de sus palabras, que también atropellaba la vehemencia, habla esa firmeza sin engaño con la que también contribuyó –como su abuelo «con el hacecillo de luz de su machete»– a la defensa de la patria. Fue esa lealtad callada la que dio a la Revolución en un momento en que aquel estilo suyo, forjado en la lucha desigual y minoritaria contra dos tiranías, aquella su «bufa subversiva», su arremetida quijotesca contra todos los remolinos del «viento sur», las complicidades y bastardías, ya no tenía la misma razón de ser en medio de una Revolución triunfante y mayoritaria, que si bien en lo internacional exigía sus viejos arrestos de batallador, en lo interno exigía la victoria más difícil de la autodisciplina y del tenaz laboreo diario. Uno de los sacrificios más callados que hizo Roa por Cuba fue el de dedicar el resto de sus energías a la Asamblea Nacional del Poder Popular, restándoselas al tiempo de escribir su libro sobre Rubén, que nadie como él podría ya hacer nunca. Sacrificio modesto de la entrega de sus horas a tantas deliberaciones y problemas urgentes pero a veces tediosos, de imprescindible atención, ya sin el aliciente de aquellas largas invectivas contra el imperialismo que dieron sus arrestos juveniles a las memorables sesiones de la ONU, trabajo que arroja mucha luz sobre el sentido de servicio que tuvo no solo su palabra sino su vida.
No queremos escribir un «In Memoriam» al que todavía recordemos todos tan vivo de gestos como de palabras, en el Ministerio, en la Embajada, en el sillón de su casa, mal plegada en el asiento la garabateada silueta movediza que la caricatura maestra de David captó de modo insuperable, las manos como antenas eléctricas cambiando de posición, sin cesar, la tacita de café dejada al lado, el cigarrillo nervioso, y un humillo gris velando fondos de rojo chispa y verde claro, en lo ligero intenso imprevisible. Deslenguado tan solo ante la infamia, fino de fondo, «infinitamente». Nadie menos ni mejor diplomático, ni nada más refrescante que su absoluta falta de hipocresía, el modo que coronaba un suceso favorable, cuando la tensión internacional parecía más intensa, con su adjetivo breve, pictórico, bizarro inconfundible.
La muerte lo sorprendió como sorprende a los servidores de la vida, en plena tarea. No pudo llegar a retirarse, como dijo en memorable entrevista, a escribir sus memorias, envuelto en un ropón morado, con gorro frigio con una estrella en la cabeza, a manera de ese Don Quijote que aparece en un grabado de Doré también en ropa de dormir, encalabrinado el cerebro por los libros de caballerías, sino que estuvo hasta el final como en sus retratos de joven, delgadito, vibrátil, vertical, sirviendo, sirviendo a su Cuba.
La tarde en que fue devuelto a la tierra que defendió sin cansarse, al oír la larga, estremecedora nota del clarín, las descargas cerradas que por esta vez parecen profundizar más que interrumpir el agudísimo silencio, me di cuenta de que Roa había sido en realidad un mambí, y que era justo que recibiese los honores de un militar muerto en campaña, porque en campaña murió y en campaña había vivido siempre. No pasó a Roa lo que a su abuelo, a quien elogiara Gómez como a «un hombre del 68». No fue solo un hombre de los años treinta, aunque ellos marcasen su vida y su vocabulario. Dio gusto ver a Roa en su segunda salida quijotesca al alba, poniendo al servicio de la Revolución sus dotes de polemista y su indomable energía. A su muerte, comentando con el poeta Félix Contreras cómo con Roa se había ido un pedazo de la historia de Cuba, un estilo, una época, nos dijo con un acento de desconsolada tristeza: «Era el ardor cubano…».
Sí, Félix, Roa era el ardor cubano, el que centellea en el peligro como en la fiesta, el que uno oye, como en una segunda crecida, en algunas viejas canciones cubanas –«mil saetas al oído!»– en las que la Patria nos mira como una niña arrobadora, y nos hiere dulcemente. Es el ardor cubano, el que, a la menor injusticia, cuando «en su dolor se siente herido», se yergue y guerrea sin tregua, el que entonces peleó, luchó, perdió, y ahora aún guerrea, canta, vence y vencerá, el que nos salva.
(Fragmentos del artículo publicado en la Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, en ocasión del centenario de Roa)

Granma es un periódico cubano fundado en 1965, que es el órgano del Comité Central del Partido Comunista de Cuba. Su nombre proviene del yate que transportó desde México a Fidel Castro y otros 81 rebeldes a las costas cubanas en 1956, dando inicio a la Revolución Cubana.