En la mañana del 16 de septiembre de 1895, en medio de los montes de Camagüey, un grupo de hombres se reunió bajo la urgencia de la guerra y la esperanza de la patria. Ese día quedó rubricada la Constitución de Jimaguayú, texto breve pero medular que organizó con madurez política la lucha independentista cubana durante la Guerra Necesaria convocada por José Martí.
La manigua hervía de incertidumbre. Apenas seis meses antes Martí, Gómez y Maceo habían levantado las banderas de la insurrección. La república en armas necesitaba ahora dar un orden a su empeño y, en el poblado de Jimaguayú, los delegados de las fuerzas libertadoras redactaron un cuerpo legal que reconocía una sola soberanía: la del pueblo de Cuba, expresada en el Ejército Libertador como estructura unitaria.
A diferencia de las constituciones mambisas anteriores, el nuevo texto desterró las interminables discusiones jurídicas para apostar por la eficacia. Apenas 24 artículos bastaron para organizar poderes civiles y militares con un Consejo de Gobierno, subordinado al mando del Ejército, cuya dirección estaba en manos de Máximo Gómez. Era la respuesta pragmática a una guerra que exigía disciplina y cohesión frente a un enemigo superior en número y recursos.
La firma de aquel documento no fue solo un acto legal: fue el golpe de martillo que unió voluntades dispersas y dejó constancia de que la Revolución no se libraba en la anarquía, sino bajo el amparo de reglas claras. Si bien la Constitución de Jimaguayú tuvo vigencia limitada hasta 1897, cuando fue sustituida por la Asamblea de Yara, su legado permanece como ejemplo de cómo un puñado de patriotas supo conciliar el fragor del machete con la necesidad de un orden republicano.
Hoy, al recordarla, resuena la imagen de un grupo de cubanos firmando sobre una mesa improvisada en la espesura, sabiendo que aquel papel no era una hoja más, sino la semilla de soberanía que germinaría con la independencia.

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