El Zanjón: El (im)pacto de la deshonra

Es el 10 un número valioso para la historia de Cuba. Diez días se le fueron a octubre de 1868 para que la abolición de la esclavitud y la conquista de la independencia corrieran por las venas de Céspedes y este, sembrara la semilla en La Demajagua, cuando los presentes, ya libertos, optaron por hacerla germinar en su oprimida nación.

Diez años de machete, Bayamo, Guáimaro, Céspedes, Agramonte, Maceo, Gómez. Diez años en que millares de vidas forjaron, con sangre mambí, las más viriles raíces del patriotismo cubano. Pero diez días se le escaparon al décimo febrero desde 1868. La enérgica contienda que avivó las esperanzas de todo un país sucumbió ante un vergonzoso acontecimiento que, 144 años después, sigue lacerando profundamente nuestra memoria: el Pacto del Zanjón.

El desgaste hizo su aparición tras una década de perenne contienda anticolonial y, consecuentemente, las trabas no se hicieron esperar. Desde la escasez de recursos, la constante ayuda del gobierno estadounidense a la metrópoli española en detrimento y contraste con el insuficiente apoyo, desconocimiento y oposición de su gobierno a la lucha insurreccional cubana, la crisis interna de los aparatos de dirección mambí en menoscabo de la unidad revolucionaria, así como las aspiraciones pacifistas del general español Arsenio Martínez Campos condujeron a los eventos de aquel fatídico día.

Martínez Campos, pertinaz en su disposición de mantener a Cuba bajo el yugo español, optó por mellar el combate insurrecto y cortar de raíz su esencia revolucionaria, tomando partido del natural agotamiento y grietas en la unidad del Ejército Libertador. Para ello centró su accionar en redistribuir el aparato colonial a su conveniencia y demostrar sus “buenas intenciones” para con el pueblo mambí sobre la base de concesiones judiciales, facilitaciones a las familias de recursos de subsistencia, así como el cese de torturas, represalias y penas de muerte a mambises encarcelados.

Estas medidas, sumadas a las sediciones de Lagunas de Varona y Santa Rita y la bochornosa expulsión de Máximo Gómez de Las Villas quebraron definitivamente la ya dañada unidad ideológico-militar de las tropas mambisas en una época en que era vital su presencia. El fin de la Guerra de los Diez Años había llegado.

Desde diciembre de 1877, ordenó una indefinida tregua en Camagüey, a la vez que aprovechó las famélicas condiciones en que se hallaban los insurrectos. Gracias a ello sus aspiraciones envolvieron a jefes mambises como Vicente García y Serafín Sánchez, logrando la disolución de la Cámara de Representantes de San Agustín del Brazo, Camagüey (a pesar de las réplicas de Salvador Cisneros Betancourt) y la creación del llamado Comité del Centro, encargado de respaldar las negociaciones de paz y cuyos integrantes, el teniente coronel Ramón Roa, el comandante Enrique Collazo, los brigadieres Manuel Suárez y Rafael Rodríguez, los coroneles Juan Bautista Spotorno y Emilio Lorenzo Luaces, así como el ciudadano Ramón Pérez Trujillo junto al propio Martínez Campos firmaron aquel décimo día de febrero de 1878 el llamado Pacto del Zanjón.

Este convenio propendía de forma hipócrita y deshonrosa, entre otros aspectos, al olvido de lo pasado entre cubanos y españoles, la libertad de prensa y la formación de partidos políticos que no atacaran a España, la libertad de esclavos y colonos chinos miembros del ejército mambí, el reconocimiento al gobierno hispano como máxima autoridad de la Isla, así como el debilitamiento y desmoralización de las tropas independentistas. Sus aspiraciones de supuesta normalización y acuerdos intencionalmente favorables a las fuerzas políticas españolas echaban por tierra todo el camino histórico de sacrificio y patriotismo destellado por las tropas cubanas, al tiempo que proponía la paz pero atando para siempre a España el destino de nuestra Isla antillana.

La historia de Cuba aún derrama su sangre sobre esta ignominiosa claudicación al enraizado sentimiento de fervor y amor por la soberanía e independencia de la Isla en que hoy vivimos. Ese palpable dolor tuvo su vindicación a manos del gran Antonio Maceo Grajales, quien un mes después, el 15 de marzo de 1878, elevó otra vez el prestigio de la nación en la inolvidable Protesta de Baraguá, un hecho donde más que intransigencia revolucionaria y devoción patria, demostró que la lucha era el único camino para obtener la victoria.

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