Chiquillos

Gasolinera de Cárdenas. Foto: Mario Almeida / Cubadebate

El local de la gasolinera está marcado ahora mismo por la sombra. El vidrio quebrado todavía se aprecia en las cercanías de los marcos –grandes marcos– que guardaban vidrieras que hoy no están.

Son cerca de las once de la mañana del sábado 17 de julio de 2021. Cuando salgamos de Cárdenas, entrada la tarde en canas, veremos cómo colocan los cristales nuevos pero, por ahora, permanecen los tablones y pallets rigiendo en la oquedad.

En la parte de afuera se advierten unos guardias. Cuando uno dice «guardias», no piensa en niños de 18 y 20 años, como Alién y Eliécer; uno se imagina otra cosa, en buena medida, porque nuestra propia televisión lleva años enseñándonos, en sus películas del sábado, que otra cosa son. Nosotros también hemos sido cómplices de la guerra cultural que se nos planta.

Pero Alién y Eliécer tienen gestos de chiquillos, como si fuesen los más jíbaros-nobles de la cuadra, y no son gordos, ni flacos, ni fuertes, ni débiles; toma al más común de los chamacos del barrio, ponle un uniforme verde y casi los estarías viendo; a fin de cuentas, ya lo hemos dicho, los rostros suelen repetirse.

Lo que me llevó a conversar con ellos no fue el porte de marcialidad que no tienen, sino el que, llegando al sitio, una mujer mayor se desvaneciese por completo, después de que una breve multitud le permitiese pasar sin hacer cola y tomar algo de aire y jugo en el frescor de la tienda. Alegaba fatiga.

Algunos propusieron llamar una ambulancia, pero en un territorio donde los servicios médicos han sido llevados al límite –y más– por la Covid-19, la opción pronto fue abortada. Entonces, uno de los soldados llamó al chofer del primer carro que vio en la cola de la gasolinera.

Juntos, cargamos a la señora hasta el lada, con algo de trabajo la colocamos en el asiento trasero y, acto seguido, el más alto de todos me dijo, como tanteando el terreno: «Hace falta que alguien vaya atrás para que la aguante; será usted… ¿verdad?».

Fuimos al hospital, llegamos hasta donde pudimos, dejamos a la convaleciente en las buenas manos que salieron corriendo de la Emergencia. El chofer iba para Varadero; su madre, convaleciente de Covid yacía ingresada en un hotel convertido en hospital.

Regresamos a la gasolinera donde los jóvenes soldados le explicaron al conductor que le habían guardado el turno y que pasara directo a llenar su tanque de combustible.

Uno, que anda tan acostumbrado a escuchar el «eso a mí no me toca» y a ver como las manos «se lavan» con facilidades de espanto, presencia aquel breve ejercicio de autoridad desarrollado por chiquillos «del verde», y lo menos que siente es feliz extrañeza.

«Soy periodista –les digo. Me gustaría conversar con ustedes sobre lo que pasó el domingo. ¿Puede ser?».

Desenvueltos, dicen creer que no hay problema, pero que, de todas formas, van a preguntarle al jefe. Sigo los pasos del que se adelanta a buscar al «superior». Por el camino, se cruza con otro soldado y el saludo entre ambos se resume a una sobredosis de «aguaje» en el movimiento de manos y pies, justo en el instante en que sus cuerpos se interceptan. Chiquilladas…

Así es como llego al subteniente Ariel Pulido Ortega. Le cuento que quiero escribir sobre los acontecimientos del once de julio en Cárdenas y que me interesa conocer la visión de los muchachos que tiene bajo su mando.

Cuando alguien te dice que va a consultar con el superior, uno se sugestiona y piensa que el superior también tendrá que consultar con un jefe, y ese jefe con el suyo, hasta llegar al mismísimo presidente de la República.

Sin embargo, Ariel, que es policía, espeta que no hay lío, pero que tengo que mostrarle mi identificación de reportero. Saco un bono en que se lee prensa, un bono de cartón prácticamente de mentira, tan fácil de falsificar como fotocopiarlo e imprimirlo, un bono casi virgen, sin nada…

Al ver su cara de incredulidad, le doy mi carnet de la Universidad de La Habana, que tiene mi nombre, mi imagen de hace casi cinco años y, en letras bien grandes, el único título del que me precio: Estudiante de Periodismo. Ariel asiente.

«Mejor empiezo por usted, estoy grabando…»

Ariel Toledo, policía de Cárdenas. Foto: Mario Almeida

Ariel califica lo que vivió el once de julio como triste. Cuando Ariel habla de ese domingo y dice «triste», no se refiere a lo que ha visto en Facebook ni a los pronunciamientos de ningún político. Ariel habla de esa esquina cardenense donde se muerden los labios las calles Calzada y Palma, donde estamos ahora mismo, donde estuvo él y también ellos… los «guardias».

Esta esquina a la que llegaron tarde, como reconoce Eliécer luego, y donde solo pudieron proteger la tienda mayorista. Aquí, donde las piedras hicieron trizas los cristales de la gasolinera y alguien resquebrajó contra el suelo la caja registradora tras comprobar su vacío.

Donde las piedras también destruyeron las vidrieras del mercado adyacente, ese en el que se comercia con el dichoso MLC que nos jode y salva, y de donde unos cuantos salieron tomando refrescos y cerveza.

«No miedo… pero es una mala impresión que te da», explica Alién.

Las manifestaciones pacíficas por aquí no pasaron, como tampoco lo hicieron por la sala de pediatría del hospital, cuyos ventanales también fueron asaltados a pedradas. Mi colega, Enrique Ubieta, pudo constatarlo con sus propios ojos. No satanizo las protestas, no sería coherente, no sería justo; solo digo que las pacíficas no pasaron por aquí.

Uno camina por las calles de Cárdenas y pocos quieren referirse al día de los acontecimientos. El ambiente es tenso. En los alrededores del parque José Antonio Echeverría, en especial frente a la CTC Municipal, los trabajadores montan guardia y nos miran raro –porque extraños somos– y tal parece que Cárdenas, desde el pasado once de julio, le ha subido diez grados de temperatura a su umbral de desconfianza.

El carnicero de enfrente a la gasolinera alega que era domingo y él estaba descansando y que a la mujer de adentro ni le pregunte, porque ella tampoco sabe nada.

«No sé, no sé, eso no tuvo por qué pasar», dice brevemente un viejo que va a pagar con tarjeta de combustible.

«Yo estaba enferma con Covid-19», explica la jefa de piso del Grocery.

«Opté por salvaguardar mi vida. Cerré la puerta, subí la escalera del fondo y caminé por los tejados hasta la casa de un vecino. Cuando todo acabó, volví… otra vez por los techos; por la calle nunca», dice el jefe de turno de la gasolinera.

«Ay, hijo, nosotros lo que necesitamos es paz y tranquilidad, aunque tengamos, como se dice vulgarmente, un boniato para comer. ¿Verdad? Paz y tranquilidad», asegura con tono de cansancio Bárbara Hernández, señora de 87 años que vive frente al Cupet.

Ariel camina con notable dificultad por la pedrada que le asestaron aquel día en la pierna izquierda. Le pregunto por los encontronazos físicos y reconoce que tuvieron que «reducir a algunos ciudadanos a la obediencia, porque muchos compañeros nuestros cayeron al suelo de los golpes que recibieron».

Ariel me dice algo que yo mismo llevo masticando en la cabeza desde hace meses, porque desde hace meses estoy leyendo, una y otra vez, construcciones mediáticas simplistas que nos terminan convirtiendo al policía en el villano por antonomasia.

«Se sintió algo incómodo. Hay muchachos de nosotros que están pasando el servicio y vieron del otro lado a sus mismos familiares en contra suya. Fue algo incómodo, porque somos también del pueblo, pertenecemos a él, aunque algunos de ellos, no fueron la mayoría, no sentían eso, que nosotros somos parte de ellos también, que estamos pasando los mismos trabajos.

«No es una cuestión de que lo que ellos están pasando no lo estemos pasando nosotros. No. Es lo mismo por esa parte. Todos conformamos un mismo pueblo, lo que no un mismo ideal ni un mismo criterio. Las formas de resolver las cosas no son esas».

¿Qué edad usted tiene?

«Veintitrés», dice dice Ariel y se retira, cojeando, hacia su silla.

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